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Peter Lindbergh, el poeta de la imperfección

Fue uno de los grandes fotógrafos de moda de su tiempo, aunque la moda le trajera sin cuidado. En cualquier caso, la ropa siempre contaba menos que la persona que tenía delante. Peter Lindbergh prefería fijarse en lo que cada una de sus modelos ocultaba bajo la fachada. Murió en septiembre de 2019, a los 74 años. Antes tuvo tiempo de cambiar la fotografía de moda para siempre (y, seguramente, también la moda a secas). Opuesto a la dictadura del retoque, Lindbergh tildaba de escandaloso el canon de belleza imperante. Su blanco y negro rugoso, con textura casi documental e indiscutible inspiración expresionista, aportó un ápice de subversión a un mundo gobernado por el lujo ostentoso y la sonrisa histérica. Los cuerpos que fotografió no dejaban de ser normativos, pero Lindbergh los exhibió sin maquillaje ni artificio, envueltos en una simple camisa blanca. En una época que busca modelos de belleza más sanos e inclusivos, su legado brilla más que nunca. Esa fue su particular disidencia.

La obra de Lindbergh es reivindicada ahora por una gran retrospectiva en A Coruña, la única etapa española de su proyecto póstumo Untold Stories, que se ha podido ver en los últimos meses en distintas ciudades alemanas e italianas. La muestra recorrerá, del 4 de diciembre al 28 de febrero de 2022, un conjunto de 150 imágenes seleccionadas por el propio Lindbergh, que pasó dos años hurgando en sus archivos, a propuesta del Kunstpalast de Düsseldorf, hasta dar con el equilibrio perfecto entre imágenes icónicas —las que protagonizaron las supermodelos de los noventa— y otras desconocidas e incluso inéditas. La exposición, que ocupará un antiguo hangar industrial del muelle de Batería, en el puerto de A Coruña, es fruto del empeño personal de Marta Ortega, la heredera de Inditex, que mantuvo con Lindbergh una relación de amistad durante sus últimos años de vida. En las imágenes del fotógrafo, la hija de Amancio Ortega, que supervisa las colecciones de mujer y el desarrollo de Zara como marca global, entre otras cosas, descubrió algo que le resultaba cercano, una estética natural y un tanto bruta que se ajustaba a su forma de entender la moda. Tras coincidir durante un verano abrasador en la ciudad francesa de Arlés, donde Lindbergh pasaba parte del año bebiendo pastís bajo el asedio de los mosquitos, Marta Ortega le propuso realizar las fotos de su boda en 2018, fascinada por “el aura eterna” con la que Lindbergh dotaba a quienes se sometían a su mirada.

“Recuerdo su conexión natural e inmediata con el entorno, con Galicia y con A Coruña. Peter era un genio como fotógrafo, pero como persona era un ser humano estratosférico, cariñoso, paciente. La cercanía a la hora de trabajar se refleja en el resultado. Hay que sentirse cómodo en un momento tan íntimo y especial para uno mismo y para tu familia”, explica Ortega en un correo electrónico, rompiendo con su legendaria discreción y ayuno mediático. “La mirada de Peter Lindbergh es muy profunda y pone por delante a las personas. Particularmente, a una mujer fuerte, que tiene el control de su vida. Como él mismo decía, trató de liberar a la mujer de la tiranía de la perfección. Ese es su elemento diferenciador y lo que hace su obra tan relevante y duradera”, añade. Si su fotografía perdura, también es porque no está ligada a una tendencia efímera, sino a la belleza atemporal. “Para mí, no hay nada más moderno que su manera de tratar la moda. Peter estaba por encima de cualquier frivolidad o floritura, porque sabía ver lo que de verdad importa”, apunta Ortega, que lo sitúa en una superliga de grandes nombres de la disciplina, al mismo nivel que Cartier-Bresson, Richard Avedon, Helmut Newton o Irving Penn. Su imagen favorita también estará en la muestra: un encuadre que Lindbergh realizó en 1990 para Vogue Italia en el que la modelo Helena Christensen camina junto a un niño extraterrestre por el desierto californiano.

El pasado verano, Zara ya lanzó una colección de camisetas y sudaderas con inmortales instantáneas del fotógrafo con los rostros de Linda Evangelista o Amber Valletta. Detrás de la operación estaban Ortega y Benjamin Lindbergh, el mayor de los cuatro hijos del fotógrafo, que dirige desde 2016 su estudio en París, una planta baja situada en un callejón de Saint-Michel pegado al Sena. Dos años después de su muerte, este hombre de 40 años sigue hablando de su padre en presente, como si siguiera entre los vivos. “Todavía está un poco borroso en mi cabeza”, dice con una sonrisa dentuda y bondadosa, casi idéntica a la de su padre. Empezó a trabajar con Lind­bergh como asistente al final de su adolescencia. “Le dije que iba a tomarme un año sabático para viajar por el mundo. Me contestó que le parecía una idea excelente. ‘¿Y cómo te lo piensas pagar?’. Ni se me había pasado por la cabeza que no me sufragara el capricho…”, recuerda. “Peter nació en una familia pobre. Iba en contra de sus ideales que viviéramos como niños mimados. Nos transmitió el gusto por el esfuerzo y se lo agradezco, porque fue una gran lección vital”, asegura Benjamin, al frente de la fundación que difunde y protege el legado de su padre.

Peter Lindbergh, el poeta de la imperfección

En realidad, a Lindbergh no siempre le gustó ser asociado a sus colegas de oficio. “La mayoría de los fotógrafos de moda son auténticos idiotas, con tres o cuatro excepciones. Es por eso por lo que a veces no me gusta que me cuelguen esa etiqueta, porque no quiero tener nada que ver con ellos”, nos confesó, solo medio en broma, durante una entrevista en un hotel parisiense en 2013. “No tenía ningún problema con la moda, que es lo que le dio de comer, pero sí con algunos estereotipos ligados a ella. En sus sesiones fotográficas se trabajaba de manera relajada y armoniosa, sin jerarquías absurdas. En un mundo como el de la moda, tan dominado por el ego, era muy sorprendente”, aclara su hijo. Si Lindbergh se convirtió en el favorito de las supermodelos puede que fuera porque las trató con un respeto inhabitual, como si fueran coproductoras de la obra resultante y no como mero ganado.

“Pues aquí estoy yo, en Deauville. 17 años. Desnuda. Una ristra de brazaletes en cada brazo. Hace un frío que pela. No para de llover. Pero estoy disfrutando de cada minuto. Porque es Peter y sé que estoy a salvo”, recuerda Naomi Campbell en el libro Raw Beauty, que se publica coincidiendo con la exposición y que recoge los testimonios de Kate Moss —”era un oso enorme, sonriente y adorable”, sostiene—, de su amigo y compañero Paolo Roversi, de su galerista Larry Gagosian o de alguna de las muchas estrellas a las que retrató, como Penélope Cruz. “Peter sabía de verdad cómo fotografiar a una mujer. Conseguía capturar siempre el carácter de la persona que tenía enfrente de la cámara. No hay nada impostado, y eso era lo que buscaba en sus fotos”, apunta la actriz en el libro. Rosalía, una de las últimas que posaron para él, recuerda que le hizo quitarse la manicura. “Yo tenía mis dudas. Hasta que vi las fotos. Ahí lo comprendí. Tienen un aura eterna, mítica, y al mismo tiempo desprenden una frescura tremenda”, afirma en el libro. “El poeta de lo imperfecto”, la secunda el artista Michael Benson, en la que tal vez sea la definición más acertada.

En realidad, Lindbergh venía de otro lugar. Sus modelos eran Brassaï, August Sander, André Kertész, Diane Arbus o el matrimonio Becher, que se pasó media vida fotografiando edificios industriales con el rigor de un entomólogo. Le gustaba la naturaleza agreste y rocosa. Las pe­lícu­las de Fritz Lang. Hacer fotos en playas barridas por el viento del norte y los desiertos sin oasis a la vista, las vías de tren oxidadas y las fábricas en desuso. Su imaginario era el de la Alemania de la posguerra, habiendo nacido en la Polonia anexionada en 1944, antes de marcharse a vivir a Duisburgo, la capital alemana de la siderurgia, cuando era todavía un bebé. “La imagen que le parecía más bella en el mundo era un árbol desnudo”, recuerda el diseñador y fotógrafo argentino Juan Gatti, uno de sus amigos más íntimos. Se conocieron en 1986, cuando él era director de arte de Loewe y contrató a Lindbergh para una campaña, cuatro años antes de su salto al estrellato de la mano de Anna Wintour, que le ofreció su primera portada en el Vogue estadounidense, verdadero punto de inflexión hacia el minimalismo que se impondría en los primeros noventa. “Nos entendimos de inmediato. Hasta que el pobre se murió, lo hicimos todo juntos: ocho libros, tres exposiciones, dos calendarios Pirelli, vacaciones y unos cuantos divorcios. Siento un gran vacío, porque fue mi relación más larga e íntima”, relata Gatti, que se autodefine, con sarcasmo, como “la viuda de Lindbergh”.

El fotógrafo fue un hombre sobrio y sofisticado. “Era como un campesino, pero también un hombre muy refinado. En sus imágenes hay tanta austeridad como elegancia”, dice Gatti. En 2002, realizaron juntos el cartel de Hable con ella, de Pedro Almodóvar. Gatti trabajaba con ambos y creyó que se entenderían a la perfección, pese a sus aparentes discrepancias estéticas. Fue la única ocasión en que permitió que colorearan sus fotos. Gatti sospecha que la fuente de su lenguaje artístico era su juventud. “En el fondo, las mujeres de sus retratos se parecen a las de su pubertad. Marlene Dietrich está por todas partes. Diría que Peter logró revivir, a través de la fotografía, muchas de sus fantasías sexuales de su juventud”, opina. En Untold Stories, el libro que se publica junto a la exposición, Wim Wenders se despide de su amigo con un poema que declamó en su funeral, en la iglesia parisiense de Saint-Sulpice. Sus versos elogiaron la dignidad que Lindbergh confirió a todos y cada uno de sus modelos. Decía así: “En la felicidad de tu mirada y ante tu cámara, / las personas no solo eran bellas, / no solo supermodelos, no solo iconos, / sino mujeres. Y, a veces, hombres”.

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