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De sufrir bullying por vivir en Ciudad Oculta a trabajar en Silicon Valley: el duro camino del chico que nunca dejó de estudiar

En el patio del colegio Piedrabuena de Villa Lugano, un chico temeroso y flaquito, rubio y con corte taza “como Carlitos Balá”, era el centro de las burlas de sus compañeros. Todavía no se hablaba de bullying, pero Ezequiel Arielli lo sufría. Por lo menos diez veces, al salir de la escuela, debió plantarse y agarrarse a trompadas para defenderse. “A veces me robaban, una vez me quisieron prender fuego el pelo. La mayoría de las veces volvía a casa bastante lastimado. Era porque vivía en la villa, por eso… “, recuerda.

Su casa estaba enfrente del colegio, en Ciudad Oculta. Después de residir en San Justo, donde nació el 28 de mayo de 1987 (hoy tiene 34 años) su madre terminó viviendo allí. “Hasta los 5 años tuve mamá, María Eva, y papá, Walter, pero se separaron y terminaron su relación bastante mal. Yo era muy chico y mi madre estaba embarazada de mi hermano menor, Nicolás. Así que nos mudamos a la villa, donde ya estaban mis tías y mi abuela. Era muy duro, había peleas, droga, a mi me ofrecieron muchas veces en un campito que había al lado de una cancha, pero no... “.

El padre se fue a vivir a Cañuelas, y recién lo volvió a ver cuando tenía 23 años. “El desapareció y volvió un tiempo cuando yo tenía 10. Después se volvió a ir. Aunque nos abandonó, lo pude perdonar, entendí todo lo que me explicó. Lo veo poco, pero está todo bien, es una buena persona”, cuenta hoy.

Mientras él crecía, su madre trabajaba limpiando casas de familia y en una fábrica, “pero muchas veces la plata no alcanzaba para comer. Siempre alguien nos ayudaba, nos daban un paquete de arroz, comíamos en comedores o en el colegio, donde también nos daban una vianda para llevar a casa”.

En el barrio, a Ezequiel lo apodaron Pajarito. Lo que más le gustaba, cuando más libre se sentía, era jugando al fútbol. “Jugaba sobre todo en canchas de 11. Había dos, una al lado del Elefante Blanco, que nosotros llamábamos ‘el hospitalito’. Jugar al fútbol era una gran salida a los problemas, los fines de semana había torneos a todo o nada, y alguna que otra vez los más grandes me dejaban entrar”.

Es que Ezequiel era bueno. Durante años jugó en un club de barrio llamado Malvinas Argentinas y salió campeón varias veces con su categoría. Incluso estuvo a punto de integrar las divisiones inferiores de Vélez Sársfield, pero su carrera se truncó. A su madre no le gustaba el ambiente del fútbol. “Ella es evangélica. Siempre hablaba de Dios. Si no ibas a misa te fajaba”, recuerda hasta con inocencia.

Ezequel vivió en Ciudad Oculta hasta los 15 años. Fue hasta que su madre se puso en pareja con un hombre llamado Guillermo. Al poco tiempo, se mudaron a su departamento en Almagro. Y Ezequiel cambió de colegio: ahora iba al IMEP, uno del barrio de Villa Devoto. “La secundaria fue mucho más tranquila. Pero yo me la pasaba durmiendo en el aula, me aburría y me llevaba materias. Era un desastre. En diciembre y marzo me la pasaba estudiando…”.

Cuando llegó 5to. año, sucedió algo que le cambió la vida para siempre. Su madre y Guillermo ya le habían dado una hermanita llamada Daniela, pero la economía familiar, otra vez, hacía agua. “En quinto año, ni mi mamá ni mi padrastro tenían plata para pagarme el viaje de egresados. Mis compañeros me quisieron invitar, pero no acepté. Les dije que llevaran a uno que tuviera más ganas de ir que yo. Fue una decisión muy difícil para mi, pero al mismo tiempo, la mejor que tomé. Mi padrastro, que siempre fue una buena persona conmigo, y a cambio de eso, me regaló una computadora, una Pentium I. Fue como un sueño”.

Al mismo tiempo que cursaba el último año de la secundaria, Ezequiel empezó a trabajar como obrero en una empresa metalúrgica. “Era un trabajo duro, tenía que mover cosas muy pesadas de un material llamado zamak, unos flejes enormes. Y yo pesaba 50 kilos”. A pesar de estar poco tiempo, cuenta que se llevó varios aprendizajes: “Después de esa experiencia me quedó un gran respeto por los obreros y los laburantes. Y también ahí me hice hincha de Boca. Tenía compañeros que eran de la barra, como Hugo y el Dinosaurio Maison”.

De sufrir bullying por vivir en Ciudad Oculta a trabajar en Silicon Valley: el duro camino del chico que nunca dejó de estudiar

Cuando llegaba extenuado de trabajar, la distracción pasaba por los videojuegos en su computadora. “Me enganchaba tanto que mi mamá me cortaba la luz para que me fuera a dormir”. Varias veces, la computadora tenía problemas y debían llevarla a un servicio técnico. Hasta que su padrastro le dijo ¡basta! y no se la llevó más. Pero otra vez, un escollo se convirtió en su salvavidas. “Ese basta fue el inicio de todo esto. Empecé a investigar cómo se arreglaban las cosas en una computadora”.

Como una esponja, con cada paso que daba, Ezequiel absorbía todo lo que lo rodeaba. A partir del esfuerzo que le demandaba su trabajo, comenzó a ejercitar su físico. “Empecé a comer más y me anoté tres horas por día en un gimnasio. Pasé de pesar 50 kg. a 75 kg. Me volví atlético y ya podía mover sin problemas las bolsas y los flejes de 500 kg. El dueño de la metalúrgica se llamaba José y siempre tenía problemas con los sistemas. Un día lo ayudé, y ese fue mi primer contacto con Linux, aunque sólo podía solucionar cosas simples, como reiniciar el sistema y los servidores”.

Cuando terminó la secundaria, se anotó en la Universidad Tecnológica Nacional. Ya el gusto por la computación era definitivo en su vida. Pero la necesidad de trabajar hizo que no pudiera sostener el ritmo y el título de Ingeniero en sistemas quedó archivado después de un año de intentos.

Era una época de confusión para Ezequiel, típica de la adolescencia. Dejó el departamento de Almagro y se fue a vivir con su abuelo Lucio, hoy de 80 años. “Lo conocí cuando yo estaba en quinto año, antes lo había visto apenas una o dos veces. Es un guerrero, alguien sin igual. Me enseñó muchas cosas, como llevar una vida ordenada y pelear para salir adelante”.

Por esa época, además, venía mal de amores. Una novia con la que llevaba 4 años de relación lo dejó. Dice Ezequiel que sufrió mucho esa separación: “Estaba mal, no tenía ganas de hacer nada. Uno de esos días mi abuelo me despertó mientras dormía y me dio una sorpresa. Me regaló una computadora nueva. Yo no lo podía creer”.

Sin embargo, el obsequio ahondó su tristeza. “Me la pasaba encerrado, dándole a los videojuegos, no hacía absolutamente nada”. Otra vez, Lucio lo rescató. “Mi abuelo vio que andaba perdido, me agarró y me llevó dos semanas a una isla en el Tigre, donde no había nada de nada, había que hacer tres horas de lancha para llegar. Ahí hablamos mucho y me hizo reflexionar. Desde entonces cambié mi actitud”.

A la vuelta comenzó a buscar trabajo y apareció uno como cajero en un supermercado. “Vivía con mi abuelo en San Justo y me tenía que despertar todos los días a las 5 de la madrugaba para abrir el súper a las 7 en Belgrano. Era duro, pero gané la plata suficiente para poder independizarme, y me fui a vivir a una pensión”. Estar solo lo hizo trastabillar alguna vez, reconoce. “Me gustaba divertirme y a veces me pasaba. Me tuve que ordenar a la fuerza y me di cuenta lo que es vivir de un sueldo”.

En su currículum, Ezequiel había puesto sus estudios en la UTN. Al poco tiempo lo llamaron para ofrecerle un empleo en las oficinas centrales del supermercado. “Ahí tuve la primera aproximación a los routers que se usaban para pagar con tarjeta de crédito. Yo veía que a veces se rompían y llamaban a alguien de afuera. Así que empecé a leer y a investigar cómo configurarlo. El día que pude hacerlo no lo podía creer. Así que empecé a repararlos yo”.

Después de estar 7 años en el supermercado, a través de un amigo llamado como él logró emplearse en una empresa de telecomunicaciones. “Fue una de las decisiones más difíciles que tomé. Yo pensaba en la seguridad que me daba mi empleo. Pero al final me animé”.

A través de la charla, Ezequiel no va a olvidar nombrar a todos -pero todos- lo que lo ayudaron a crecer en su vida. “Empecé arreglando computadoras y servidores. Lo mejor fue que conocí por primera vez verdaderos informáticos: Manuel, Mati, Ariel, Fernando y Lucho. A Manu, que me ayudó un montón, lo recuerdo como un tipo raro (sonríe). Cuando le preguntaba cómo se hacía tal cosa, me pasaba un artículo y me decía ‘tomá, leélo…’. Y así aprendí”.

Básicamente un autodidacta, Ezequiel comenzó a devorar manuales y tutoriales de todo tipo. Hasta que un día llegó su gran oportunidad. Se rompió un servidor al que sólo una persona sabía arreglar. El problema es que estaba en el exterior y lo necesitaban funcionando en tres días. “Pensé que no podía ser tan difícil, así que bajé el manual del fabricante de Internet y lo estudié el fin de semana usando el traductor de Google. El lunes fui, conecté un cable a mi computadora, lo trabajé y volvió a funcionar. Mi jefe me felicitó mucho”.

De ese trabajo recuerda a un compañero apodado Lucho. “Yo quería ser como él, me enseñó muchas cosas”, recuerda. Todo marchaba bien para él, pero no tanto para la empresa. Hubo despidos y también le tocó a él, pero además de indemnizarlo, le dieron una carta de recomendación. “Estaba triste porque me habían echado por primera vez de un trabajo, pero al mismo tiempo estaba conociendo a una chica llamada Juli, que me contuvo mucho para salir adelante”.

Zezu (como lo apodan) se asume como un “nerd”. “Habré salido a un bar diez veces en toda mi vida. Y en uno, en Liquid Bar, conocí a Juli, a los 25. Había tomado alcohol y me animé a hablarle. Ella vivía en San Telmo, es arquitecta, tiene un doctorado. Me ordenó un montón. Hace 8 años que vivo con ella”.

Con parte del dinero de la indemnización compró un servidor físico y comenzó a estudiar -siempre con manuales y por su cuenta- virtualización: como tener, en un mismo servidor, muchas computadoras virtuales para operar. “Estuve tres meses estudiando, haciendo mil experimentos en casa”. A las dos semanas ya lo habían contratado nuevamente.

Comenzó, entonces, a obtener nuevas certificaciones. Pasó por una agencia de viajes, un multimedia, conoció a uno de los desarrolladores de Mercado Libre y llegó a una famosa empresa de delivery con sede en Colombia siempre adosando nuevos conocimientos a su currículum, pero sin pasar por ninguna universidad. “Ayudamos a que pasara de valer U$S50 millones a U$S 1.000 millones”. Hasta que, por decantación, comenzó a mirar el mapa y a soñar con estar en el centro del mundo informático: Silicon Valley, donde trabajaban sus admirados ingenieros informáticos Jeff Barr o Werner Vogels, ambos de Amazon.

Sin embargo, esa ilusión chocó con una barrera infranqueable: Ezequiel no sabía hablar en inglés. “Podia leer y escribir poquito, pero no sostener una conversación. Hice lo de siempre: busqué a una profesora llamada Vanessa y empecé a estudiar inglés 45 minutos por día, tres veces por semana. Juli también me ayudaba. En un año empecé con las entrevistas de trabajo con gente de afuera: hice 100 por lo menos. Muchas veces llegué a la entrevista final, pero mi nivel de inglés todavía no era suficiente”.

El esfuerzo de Ezequiel tuvo recompensa. “Cuando ya me estaba frustrando y pensaba que nunca se me iba a dar, llegó la convocatoria de Miroculus, una empresa de biotecnología donde hablan tanto inglés como castellano. Así pude hacer realidad el sueño de ser ingeniero en una empresa norteamericana. Nunca me llegué a radicar allá, pero iba a San Francisco, me quedaba y volvía. Aprendí mucho de la cultura norteamericana, de la forma que tienen para trabajar, el orden y sobre todo el tiempo para realizar las cosas y la puntualidad. Me volví una persona muy ordenada”.

En Miroculus -explica- trabajó en “proyectos de microfluidos digitales, para simplificar pruebas biológicas complejas como la preparación de muestras para la secuenciación del genoma; edición genética con CRISPR o desarrollo de nuevas terapias”.

“Una vez un amigo gamer, Rami, que era economista a los 23 años y habla 8 idiomas, me dijo ‘Zezu, el límite se lo pone uno, todo lo que quieras aprender lo tenés en la mano, a la vista, está en Google, antes no se podía hacer eso”, cuenta.

Sobre su aprendizaje (es Ingeniero en Sistemas -“Devops Engineer Senior”, define-)señala que “la programación se podría enseñar desde la primaria, eso le abriría las puertas a mucha más gente. Hace 20 años nadie me dijo que podía estudiar todo esto. Pero las herramientas las tiene uno. Y si se puede trabajar en equipo, mucho más. Mucha gente que admiro no aprendió sistemas en la facultad. Podés ir, claro, pero no te enseña en ese nivel de ingeniería. Y además tuve que encontrar otro camino porque no podía ir. Yo aprendí leyendo y haciendo cursos para obtener certificaciones, que en definitiva es lo que importa. Y nunca dejé de estudiar”.

Ezequiel, queda claro, podría vivir afuera, sin embargo tiene su casa en el barrio Puerta del Sol de Ciudad Evita. “Hace un año y 4 meses, con Juli tuvimos a Ámbar. Es hermosa, tiene ojos azules. Ella hizo que me quede en el país, aunque tengo propuestas de Estados Unidos. Siempre digo que si tenés trabajo este es un gran país. Yo vivo feliz y amo Argentina. Igual no descarto alguna vez vivir afuera, más que nada para conocer otras culturas. Ahora, por ejemplo, estoy estudiando italiano”.

Aunque ya no tiene a nadie allí, regresó a Ciudad Oculta porque su mujer ayuda en barrios carenciados. Y dice que “ahora está mucho mejor que cuando yo vivía, hay muchas casas con baño, por ejemplo”. Cuando mira hacia atrás, Ezequiel dice que a veces llora “cuando veo dónde crecí y adonde llegué”. Hoy da charlas TED, asesora empresas extranjeras (”cuando me llaman es porque el problema es grande”) y varios proyectos de los que participó ganaron premios.

Y nunca, ni un solo día, deja de estudiar.

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